Viva Las Vegas
Los que hayáis visitado Las Vegas coincidiréis conmigo en que para disfrutar la ciudad no te queda otra que zambullirte en ella y dejarte llevar, previa flexibilización de tus propios estándares respecto al buen gusto.
Aterrizar en Las Vegas es darse cuenta, una vez más, que las series no mienten y que lo que muestran en capítulos especiales o en su planteamiento de base sobre la ciudad es totalmente cierto. Matizo, eso sí, que tíos como Josh Duhamel no se prodigan demasiado por allí, y los armarios que hacen su papel tienen pinta de mafiosos con mandíbulas del jurásico que dedican su tiempo libre a partir nueces con el entrecejo.
Pronto te das cuenta, incluso antes de que anochezca, que no es que series y films encuentren su escenario ideal en Las Vegas, sino que la ciudad se erige como personaje en sí mismo, con su propia personalidad, y que actúa bajo patrones que ya forman parte de la conciencia colectiva bajo la premisa de que todo es posible.
Todo es posible en Las Vegas y lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas. Son tópicos acuñados por y para una ciudad que se enorgullece de ser lo que es, que no muestra pudor alguno en plantar una plaza de San Marcos junto a un volcán en erupción, y que crece y se reconstruye constantemente regodeándose en sí misma.
Las Vegas es, toda ella, una atracción gigante donde hay miles de formas de gastarse el dinero a parte de jugar. Es aquí donde caben espectáculos tan dispares como Barry Manilow, Spamalot, Elvis, el Circ du Solei o la Star Trek Experience. Y es que quien no se divierte en Las Vegas es porque no quiere o porque se preocupa demasiado por mantener la punta de la tocha bien alta. Vaya, que cualquier teligioso que se precie no se puede perder Las Vegas, aunque solo sea para reproducir in situ esos momentos vegarianos que tenemos incrustados a fuego en el cerebro. Pensadlo bien.
Billete de avión, 700 euros
Noche de hotel, 200 euros
Comerse una pizza con forma de Enterprise mientras un Klingon te da conversación, no tiene precio.