True Blood, en vena
Como ya sabéis, hasta los snobs más obtusos como yo, a veces tenemos debilidades y caemos en la tentación de series perjudiciales para nuestra salud. Pues, por mucha rabia atávica que me den las series de cable, cada año acabo cayendo en las redes de alguna de ellas.
Este año True Blood tenía muchas posibilidades de ser la afortunada, básicamente porque los estrenos de este año son bastante apestosetes y por el tema de los vampiritos (Moonlight, we hardly knew ya). Algunos ya se han atrevido a decir que True Blood es la mejor serie de la temporada y, aunque eso tampoco sea decir mucho, me fascina que todos sus argumentos se basen en su cuidada imagen y su original ambientación, dejando de lado la escasa solidez de sus tramas y la gratuidad de muchas de sus escenas. Ha sido muy criticada también por sus constantes tópicos del mundillo de los vampiros, aunque me encantan los nuevos usos psicotrópicos que se le da a la sangre de vampiro. V is the new LSD.
Evidentemente todo el mundo alaba su estética, sin la cual, seguramente no estaría en la HBO y que debo reconocer que me gusta mucho, especialmente los títulos de crédito y esa pegadiza canción que no puedo quitarme de la cabeza cuando la oigo: I wanna do bad things with you… Pero, ¿es suficiente tener una estética impecable por encima de un buen guión? Y este punto es el que me extraña más de la nueva serie del a menudo sobrevalorado Allan Ball, que la homogeneidad de la trama se pierde en el esfuerzo de hacer algo “diferente”. Y por diferente entiendo como susceptible de gustar a las masas fumadoras de pipa en filmoteca.
No dudaba que la serie tendría su ración de sordidez HBOiana, pero el problema que tengo con la sordidez de True Blood es que muchas veces es forzada, como si hubieran colado ciertas escenas de sexo salvaje para cubrir la cuota necesaria de la cadena en follarcio. Y, ojo, sólo Belcebú sabe que nunca hay suficiente magreo, pero como me pasó en su momento con Queer as Folk, tanto frotamiento nonsense en pantalla, me perturba altamente y hace que pierda el interés en la historia que me están contando.
Lo más original de la serie es que la historia sucede en un pueblo perdido de la América profunda, alejándonos de la típica historia de vampiros metrosexuales conduciendo Ferraris con trajes de Armani, si no que humanoides y vampiros conviven en el pueblo más redneck que ha visto la televisión desde los Dukes of Hazzard. Aún no he sido capaz de descubrir un personaje ni medio normal en ese pueblo maldito que es Bon Temps y eso la hace una serie curiosa, donde los vampiros son ciudadanos de pleno derecho, aunque las masas reaccionarias no estén a favor de su plena integración en la sociedad. Se podría decir que en True Blood, los vampiros son los nuevos negros, aunque con unos códigos de convivencia mucho más estrafalarios. Pues, a pesar de que los japoneses han inventado una sangre sintética embotellada, la TruBlood, que permite a los vampiros alimentarse sin matar humanos, algunos aún prefieren disfrutar de un buen festín de sangre fresca.
Otra cosa curiosa es que la historia de amor entre Bill el vampiro (Stephen Moyer) y Sookie Stackhouse (Anna Paquin) es de lo más rara, hasta a veces cargante. Bill es más bien feo y Sookie es más bien mema, así que me parece una pareja diferente a lo que estamos acostumbrados, lo cual es positivo. Aunque debo decir que me chirría un poco todo el rollo de que Sookie tenga el don de oír los pensamientos de la gente, aunque Anna Paquin ya debe estar acostumbrada a tener poderes chungos, después de la inutilidad de Pícara en X-Men.
Vamos, que voy a seguir viéndola la próxima temporada, pero me voy ya a rezarle a los dioses de la tele para que los upfronts del año que viene estén llenos de series buenas y no tenga que acabar recurriendo al cable para ver algo que no me de urticaria.